La
culpa fue del Cha-cha-chá, sí fue del Cha-cha-chá, que me volvió un caradura por la más pura casualidad. La letra
sonaba en todas las emisoras de radio y en todas las fiestas. Niños, jóvenes y
no tan jóvenes tarareábamos aquel estribillo. Eran otros tiempos, buenos
tiempos para los grupos musicales españoles y para la creación artística en
general.
Gabinete
Caligari popularizó la canción en 1989; la década tocaba a su fin y se
aventuraba un cambio de tendencia como el que, sin lugar a dudas, se producirá
si continúan las excusas mil veces repetidas por el Partido Popular y todos sus
miembros, unas palabras que no pueden sino llevarnos a otro cambio, el cambio
que la sociedad necesita.
Ha
pasado demasiado tiempo desde que llegó al poder la aplastante mayoría absoluta
del PP. No caben por tanto los manidos argumentos del señor Rajoy y todo su
equipo. La realidad es que han incumplido todas sus promesas, y ya no hay quien
se crea que la culpa la tiene el Ejecutivo anterior.
Resulta
tremendamente triste y muy, pero muy, decepcionante que se siga reiterando el discurso
fácil y vacío que esta misma semana volvió a pronunciar el presidente del
Gobierno. Rajoy no se corta y achaca la subida de impuestos, que entre otras
cosas están hundiendo la cultura nacional, a la “nefasta” política económica de
Zapatero.
Demasiada
caradura es lo que hay y no por casualidad, sino porque en este país parece haberse
instaurado aquello de “todo vale en la poltrona del poder”. Si esa es la
filosofía que guía las acciones nacionales y entre ellas la próxima reforma
fiscal, está claro que nada bueno puede esperarse.
Seguiremos
pagando más los trabajadores y la clase media; se seguirá castigando la
cultura, la educación o los servicios públicos y, mientras se favorece a las
grandes fortunas y rentas altas, se siguen tirando pelotas a los tejados ajenos.
Así no hay manera ni de salir de la
crisis ni de recuperar el prestigio de la política.
Los
representantes públicos sin excepción - gobierno con más motivo, pero también
oposición - tienen que dejar de tratar a la ciudadanía como si aún no
hubiéramos alcanzado la madurez suficiente. Treinta y cinco años de trayectoria
democrática no son demasiados, pero sí suficientes para dejar de ser niños y no
tolerar más engaños.
Pese
a lo que decía aquella canción que se extendió más allá de su tiempo, superando
incluso los años noventa, la culpa no fue del Cha-cha-chá, y el pueblo ya no
puede seguir haciendo frente a la situación con torería y valor.