Mamá
cuéntanos el del príncipe y la rana. ¡Síiii – gritaba mi hermana pequeña–, el
del príncipe y la rana! Era nuestro cuento favorito y embelesadas escuchábamos
la dulce voz de mi madre: “…No
llores, princesa. Si prometes sentarme en tu mesa, darme de comer en tu plato y
acostarme en tu cama, te devolveré tu bolita de oro”, dijo el sapo.
“Lo que quieras, lo que quieras, pero
tráeme mi bolita”, contestó la niña, que pronto olvidó sus promesas y despreció
al feo batracio, pues no sabía que en realidad se trataba de un guapo y rico
príncipe casi tan encantado como esta semana se declaró Felipe de Borbón, al
inaugurar en Tenerife una montaña de basura transformada en jardín botánico.
La vida es caprichosa y siempre se las
arregla para colocarnos en situaciones que cuando menos resultan curiosas, como
curioso es que, cuando se ha perdido la devoción por los cuentos de hadas y crece
el movimiento republicano, se recurra a figuras de antaño para inaugurar la
mutación que ha sufrido un antiguo vertedero.
Claro que si de acumulaciones y transformaciones se trata, de eso en verdad sabe bastante la realeza, acostumbrada a vivir en la opulencia y, según las historias de fantasía, a sufrir la irá y los hechizos de los malvados. “Son los malos, los envidiosos, que siempre nos atacan y nos culpan de sus desgracias”, podría esgrimir la hermana de Felipe para defenderse ante el juez, igual que ha dicho que recurrirá a la ceguera que le produjo el amor por Urdangarín.
Príncipes y princesas, reyes y reinas,
hijos, nietos, primos y demás familia de sangre azul y sin ella; villas y
palacios, banquetes, excentricidades y todo tipo de lujos, que flaco favor
hacen a una sociedad del siglo XXI asfixiada por la crisis y la miseria en la
que sobreviven miles y miles de familias.
España no necesita más cuentos. Es
maravilloso soñar, pero nuestro principal sueño hoy es poder afrontar las exigencias del día a día;
llevar la comida a la mesa, pagar los estudios a nuestros hijos o abonar los
pagos de la hipoteca, realidades cotidianas que para miles de personas se han convertido en la principal y casi la
única aspiración posible.
No. Las niñas ya no quieren ser
princesas. Niñas y niños, hombres y mujeres de este país hoy queremos otras
cosas. Está bien contar con nuevos espacios verdes, aunque en ellos hayamos
enterrado más de una década de planes, proyectos y demasiados recursos
económicos, pero mucho mejor sería acabar con gastos superfluos, mejorar el reparto
de la riqueza; más libertad, más compromiso, mayor responsabilidad y menos
sometimiento.
Blanca Delia García