Era
sábado y, como cada sábado, mi madre nos llevaba a casa de mi abuela, una mujer
generosa que sólo tenía un diente; una mujer que por encima de todo sabía amar,
y que murió por el amor que siempre le profesó a los suyos. En su casa me
esperaban mis tíos, prácticamente de mi edad, pero algo mayores y siempre
decididos a demostrármelo. Jugábamos mucho a las cartas y yo, que también
peleaba por hacerme un hueco, me había aprendido algunos trucos.
Nada
era suficiente. Decididos a hacer valer su supremacía, se aplicaban con esmero
y si no podían ganar limpiamente no dudaban en trucar la baraja. Asistimos esta
semana en España a un debate que, pese a tener bastante más trascendencia que aquellas
prácticas de tíos y sobrina, emplea la misma táctica. Simula participación y democracia,
pero todo está amañado, atado y bien atado.
La ley de abdicación aprobada por el Consejo
de Ministros de forma exprés para pilotar la sucesión de Juan
Carlos I llegó al Congreso con la defensa cerrada del PP y
PSOE a la proclamación de Felipe VI,
prevista para el día 19.
Argumentan
los partidos mayoritarios y también algún otro, de cuyo nombre prefiero no
acordarme, que hay que respetar la Constitución, y que el debate no está en si
queremos rey o no, sino en dejar abdicar al monarca. Yo creo, sin embargo, que
se equivocan o quieren equivocarnos, pues ningún momento más propicio para
promover el cambio que nuestro país necesita.
No
podemos olvidar, además, lo que recordó algún parlamentario al asegurar que el
64 por ciento de los españoles de hoy no pudo votar la Constitución ni el
modelo de gobierno que nos impuso Franco. Igual que la izquierda a la izquierda
del PSOE, yo no tengo ninguna duda: Es necesario que el pueblo opine cuanto antes
sobre si quiere monarquía o república.
Y
es necesario, además, que se consulte a la población sobre todos y cada uno de
los asuntos importantes de la nación. Si en verdad queremos que el pueblo sea
soberano no tiene sentido que perpetuemos un derecho hereditario de sangre, que
degrada nuestra condición de ciudadanos y nos convierte en súbditos.
Que
Felipe VI sea un hombre bien preparado, poca gente lo duda – hasta bueno
estaría con las oportunidades que ha tenido -, y tampoco se duda de que sea
buena persona, pero su tiempo ya paso, al menos como se entendía hasta ahora.
El mundo ha evolucionado, la sociedad se transforma a una velocidad de vértigo,
y resulta del todo ilógico y peligroso pretender seguir manteniendo los modelos
del pasado.
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