No
recuerdo ningún día en que mi padre o mi madre no tuvieran trabajo. Más bien al
contrario pues, aunque tampoco abundaban las oportunidades, siempre cabía alguna
alternativa. Incluso hubo un tiempo en que él salía de noche a pescar para de
día vender lo pescado, pero aquella era otra época, años en los que el esfuerzo
siempre daba frutos y hoy nada es igual.
España
ha evolucionado. Nuevas leyes regulan el mercado laboral y, al menos en teoría,
garantizan el derecho al empleo. Llegamos así a las últimas reformas del Partido
Popular, que ascendió al poder enarbolando la bandera de la lucha contra el
paro, y con el que, según los últimos datos del Inem, ya hemos superado los
cinco millones de desempleados.
No
hay que olvidar, además, que el Inem sólo contabiliza las personas paradas
inscritas en el servicio público, pero existen otros datos que suman a todos
los que en edad laboral no encuentran trabajo, estén o no inscritos en los
registros oficiales. El desempleo supera entonces los 6 millones.
Los
hechos son tozudos y, con paraguas como la crisis internacional o
interpretaciones tan estúpidas como que ha empezado a frenarse el crecimiento
del paro, resulta imposible guarecerse de temporales como los que nos azotan y
que nada tiene que ver con la borrasca que acabamos de pasar. El transcurso de los meses evidencia el alza
de lo que se ha convertido en la mayor tragedia para España desde los tiempos
de la posguerra.
El
hambre y las penurias nos acechan y amenazan con volver. Ya son muchas las
regiones, entre ellas Canarias, en las que los parados se sitúan en torno al 30% de la población activa, y cerca de la
mitad no cobra ningún tipo de prestación.
Es
evidente que la “flexibilidad” o el abaratamiento del despido no han sido, son
ni serán soluciones. Si para algo han servido las últimas modificaciones ha
sido para aumentar las cifras de personas sin ocupación y, lo que es peor, de trabajadores
y trabajadoras a quienes se ha dejado sin horizonte.
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