Los
domingos por la mañana mi madre calentaba agua; la vertía en un baño de
hojalata, y nos bañaba a conciencia. Mi hermana y yo disfrutábamos del
placentero momento y nos dejábamos frotar hasta que nuestro pelo brillaba y
nuestros cuerpos olían a jabón de lavanda.
La
ropa de fiesta ponía la nota final a un proceso regular de aseo que se repetía
en todos los hogares de mi barrio y eliminaba la suciedad de la semana.
Desgraciadamente hoy nada es tan sencillo. Nos duchamos cada día, pero los
rituales de limpieza ya no son suficientes para acabar con la porquería que
bajo el paraguas del progreso se ha convertido en dueña y señora de una
sociedad mugrienta y adinerada.
Apesta
y se perfuma; se limpia la cara con un trapo asqueroso, sobado siempre por las
mismas manos, y que ha llegado hasta el Vaticano, un gobierno surgido para
servir a los pobres, pero que también tiene banco
y en el que también se realizan operaciones ilícitas.
Las
informaciones que se publican son escalofriantes. La investigación realizada
por las fiscalías de Roma y de Salerno apunta que tras las puertas terrenales
del cielo se maneja gran cantidad de dinero, de inmuebles, de acciones y de
títulos que, gracias a la opacidad mítica del Instituto para las Obras de la Religión,
sigue ofreciendo a sus clientes la misma confidencialidad que el más oscuro de
los paraísos fiscales.
Y
es que, aunque parezca mentira, y aunque afloren algunos de los culpables - la
Agencia Tributaria ha emitido un informe en el que multiplica los millones
defraudados por el ex tesorero del PP, Luis
Bárcenas, ahora líder en la cárcel de Soto del Real -, aún
quedan demasiados espacios en los que siempre se esconden los que más tienen.
La
sociedad se derrumba y pocos pilares sujetan ya este mundo manejado a su antojo
y sin escrúpulos por los grandes bancos y los grandes dirigentes de los grandes
estados laicos y religiosos. Ni siquiera Quevedo sabía cuánta razón llegaría a
encerrar su famoso poema sobre el dinero, poderoso caballero que a todos
corrompe y a todos cautiva.
Después
del baño a mi hermana y a mí nos esperaba otro premio. Mi padre nos daba una
moneda para que pudiéramos ir al cine y comprarnos un delicioso bombón de chocolate
o un paquete de fritolay, que apretábamos entre las manos, para deshacer las
papas y comérnoslas muy poquito a poco, deleitándonos con cada bocado de
aquella simple y lejana vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario