“¡Venga,
no te levantas!”, mi padre me animaba para que fuera a abrir los regalos que me
había traído, pero yo no me movía. Me había hecho pis en la cama y tenía tanta
vergüenza que no me atrevía a salir de debajo de las sábanas.
Puede que
a los españoles hoy nos pase algo parecido. No queremos que nos vean, no vaya a
ser que nos llevemos un castigo, así que limitamos a tertulias de café o
sobremesa un clamor que, pese a todo, cada vez cobra más fuerza. ¡Pero si hasta
el PP se dice ya indignado por lo que está descubriendo Luis Bárcenas!
Cansada y
asqueada de tanta porquería que resuman las instituciones de este país al que
pertenezco y del que a veces me avergüenzo, no por la gente corriente de los
pueblos, los barrios y las ciudades, cuyas culpas no pasan de meras
chiquilladas frente a los grandes desfalcos políticos, sino precisamente por
esos gobernantes y el mecanismo sobre el que han construido su dominio.
Me temo,
además, que ni siquiera soy original, pues el hartazgo es generalizado. Hartazgo
por tantas mentiras; asfixiados porque el cinturón se estrecha siempre por el
mismo lado, y renegados porque, encima, nos toman por tontos. La crisis ha
puesto de moda una austeridad hueca, que no es real y sólo supone más sufrimiento
para los trabajadores.
Despidos,
incrementos de jornada o cuando menos reducciones de sueldo, que aumentan la
distancia con las cuantiosas pagas que se embolsan los que deciden, y a los que
ni siquiera les tiembla la voz cuando presentan tales acciones como un “ahorro”
para las arcas públicas. No cuentan, sin embargo, que luego se ven obligados a
externalizar servicios para poder sacar adelante un trabajo que antes hacían,
por bastante menos dinero, los empleados a los que se ha echado.
No
reniego, no obstante, de la política, y no lo hago ni siquiera tras haber
escuchado las nulas y vacías explicaciones del presidente estatal ante las
acusaciones del extesorero de su partido. No nos culpen a los críticos de
intentar derribar un sistema que ustedes han corrompido hasta más no poder.
Se
requiere con urgencia una profunda y extensa regeneración; un cambio, por el
que claman los ciudadanos, y ante el que se empeña en hacer oídos sordos hasta
la misma Casa Real.
Los cada
vez más frecuentes abucheos a los miembros de la “realeza” advierten que España
no puede más. Los reyes no nos representan y tampoco lo hace el ejecutivo
nacional, parapetado tras una mayoría absoluta ante la que no ha cumplido ni
una sola de las promesas que la provocó. ¿Acaso se necesita más?
Blanca Delia García
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