Cuando era niña soñaba con poder viajar subida en las
nubes. Los domingos después de comer me sentaba a ver los dibujos y me
imaginaba sobre una esponjosa bruma que me llevaba a diferentes lugares del
mundo, tal y como lo hacía Heidi, la pequeña de los Alpes, al comienzo de la
serie.
Durante la semana trataba de reunir todas las
pesetas que encontraba por casa para correr a la tienda de Cira y comprar
cromos, que pegaba con mucha paciencia en el álbum que me había comprado mi
madre, y de los que mis preferidos siempre eran aquellos en los que aparecían
las nubes.
Pasó el tiempo y me olvidé de mis sueños, escondidos
tras la realidad que cada día se me presentaba y me enseñaba que las nubes
estaban demasiado lejos, demasiado inalcanzables y, por supuesto, imposibles de
convertir en un vehículo de transporte. Pero, cuando ya ni pensaba en aquello,
volvió a cobrar fuerza la idea infantil.
La Isla hizo el prodigio. Fue una tarde de invierno
y, sin embargo, soleada. Un sol tímido que apenas calentaba, pero lo
suficientemente fuerte como para dar brillo al cielo azul en el que se
recortaban los verdes contornos de las montañas y sobre ellas, como si las
acariciaran y deslizándose hacia el valle, las nubes.
Allí estaban y allí continúan ofreciendo un
espectáculo maravilloso. En ningún otro lugar las he visto de forma tan clara y
cercana. Incluso he llegado a tocarlas y sentir en mis manos la humedad que
arrastran y de la que se alimenta los frondosos bosques de la Isla, un lugar
ideal para descubrir los tesoros de la naturaleza, para recuperar
ilusiones y crear nuevas historias; un
lugar de ensueño.
Es frecuente que las obligaciones cotidianas nos
aíslen y enreden con batallas a veces justificadas y otras no tanto. Y es por
eso que muchas veces no apreciamos la belleza de lo que nos rodea o tal vez lo
hacemos de una forma rutinaria y sin pararnos a pensar de verdad en lo que
tenemos, en lo que proyectamos e, incluso, en lo que nos estamos perdiendo.
Yo he recuperado mi sueño de niña y, aunque viaje en
coche, en barco, en avión o en tren, no creo que nunca encuentre un medio más
apropiado para transportarme a otros mundos y hacer crecer mi capacidad
creativa que esas nubes que rodean el Garajonay y recorren los valles de
Benchijigua o Imada, entre otros muchos enclaves singulares y bellísimos que
guarda la Isla.
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