“No,
no, no” gritaba mi hermana pequeña cuando yo le aseguraba que vivía en una
isla. En su imaginario infantil – sólo tenía 4 años – una isla era un pedazo
diminuto de tierra perdido en el océano, en el que una persona desespera sin
más compañía que una palmera.
Ella
odiaba la soledad que veía en los dibujos animados y también en algún que otro
colorín de los pocos que entonces circulaban por casa. Además, no sólo
estábamos mi padre, mi madre y yo, sino que ella podía correr hasta cansarse
entre los frutales del patio o en la plaza, donde también había otros niños.
Era
imposible que ella viviera en una isla, en la que apenas podía dar un paso sin
caer en el agua, donde siempre rondaba un tiburón con ganas de comérsela, así
que ella lloraba y lloraba hasta que yo le decía que no era cierto. “Vale,
vale, me lo he inventado”, le decía para que se tranquilizara, pero si hoy lo
pienso puede que no hubiera muchas razones para esa tranquilidad.
Vivimos
en un lugar privilegiado y así se han cansado de repetírnoslo hasta que nos lo
hemos creído con los ojos cerrados, como hacía mi hermana cuando yo le negaba
la realidad. Y no digo que esta tierra no sea el paraíso, que lo es, pero no
existe paraíso sin infierno y he ahí el problema.
Que
la educación se encarece, aquí más; que el paro crece, aquí se multiplica, que
la sanidad pública se vuelve complicada, aquí mucho peor, y que los transportes
empiezan a convertirse en un lujo, aquí ni te cuento.
Esa
y no otra es la realidad a la que han contribuido tanto los gobiernos
centrales, con su escaso conocimiento y/o apuesta por la diversidad nacional,
como los regionales, los insulares y los locales, a los que les ha sobrado
egoísmo y faltado visión, lo que se traduce en pésima gestión.
Limitados
unos por su idea de paraíso vacacional y otros, por su interés particular, lo
cierto es que pocos son los que han apostado por el verdadero progreso de las
islas, en las que la bonanza económica pasó como un ciclón, que sólo dejó tras
de sí montañas de cemento.
¿Para
qué un pueblo culto y preparado, si es más fácil controlarlo cuando no se
cuestiona nada? Claro que tarde o temprano la realidad llama a la puerta y es entonces
cuando nos damos cuenta - o tal vez ni siquiera eso - que debimos haber invertido
y planificado mejor.
Imposible
vivir sólo de subvenciones cuando escasean los recursos; de nada sirve echarle
la culpa a los de arriba cuando aquí tampoco hemos sabido hacer el trabajo, y
difícil recuperar la credibilidad cuando ya nadie cree en la política. Sin
embargo, el mundo sigue y cada día es una nueva oportunidad para cambiar.
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