De
niña, mi madre, algún profesor e incluso algunos amigos me preguntaban con
frecuencia que si estaba en la luna; de adolescente fui una lunática, y superados
los 20 canté y bailé al ritmo de “ese toro enamorao de la luna”.
Han
pasado los años, pero yo sigo hipnotizada por ese satélite, que esta semana ha
mostrado una de sus caras más hermosas. Claro que yo lo vi al borde del mar,
sentada en la arena de una preciosa playa y dejándome llevar por el embrujo del
oro que dibujaba su reflejo en el agua.
Ni
la ministra de Empleo y Seguridad Social, con sus “señales esperazandoras en un
entorno de una crisis muy dura”, justo tres días después de que se hiciera
público que por primera vez en la historia el paro en España ha superado el 25
por ciento de la población activa.
Ni
las cifras que con tanto desparpajo ofreció la consejera de Cultura, Deportes,
Políticas Sociales y Vivienda del Gobierno de Canarias, al asegurar que el 29
por ciento de los menores de edad de las islas está en riesgo de exclusión
social, por encima de la media española, que es del 24 por ciento, y que en el
60 por ciento de las familias con todos sus miembros en paro hay niños.
Y
mucho menos el huracán Sandy o el cambio de hora y el ahorro energético, que no
veo por ninguna parte, sobre todo porque las farolas de muchas calles siguen
encendidas pasadas las 10 de la mañana, y porque en la mayoría de las oficinas
hay que darle al interruptor, sea la hora que sea, porque no llega suficiente
luz natural.
Nada
pudo hacer que durante un par de noches faltara a la cita con esa bola redonda
que se asomó por el horizonte, primero de color naranja y, poco a poco, cada
vez más dorada, invitándonos a dejar volar la imaginación.
Mi
abuelo, como muchos abuelos, nunca creyó que el hombre hubiera de verdad
llegado a la luna, claro que tampoco se explicaba cómo podía yo vivir en el
barrio de Tetuán. “Pero si allí no hay más que trincheras”, me decía recordando
su paso por esa parte de Madrid en tiempos de la Guerra Civil.
“Que
no abuelo, las cosas ahora son distintas”, intentaba explicarle yo, aunque si
lo pienso bien tal vez tampoco ha habido tantos cambios. Edificios que
sustituyeron campos de batalla sí, pero a la mayoría sólo nos queda la libertad
de soñar con la luna, mientras seguimos sufriendo los desvaríos de unos pocos.
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