Cuando
era niña vivía en torno a una plaza pequeña que me parecía grande. No era
consciente del verdadero tamaño del espacio en el que jugaba con todos mis
compañeros, todas las tardes y todas las mañanas que no tenía clase.
Mi
mundo era mi barrio y mis amigos iban y venían, aunque éramos siempre los
mismos. “Ya no me junto”, le contestaba a mi madre cuando me preguntaba por qué
Evita no venía a merendar esa tarde.
Mi
madre, como todas las madres, conocía bien a su hija y sabía que aquella
enemistad no duraría mucho, porque entre todos los niños de la plaza Eva era mi
mejor amiga y, aunque pasáramos días, más bien horas, sin hablarnos, siempre
acabábamos de nuevo juntas.
La
prensa de estos días me ha devuelto a aquellos años. “Ya no me junto”, advirtió
uno de nuestros políticos al socio del pacto que lo llevó al gobierno, y seguramente
no fue una frase tan inocente como la de hace treinta y tantos, pero sí igual
de infantil y mucho más criticable.
En
este archipiélago hay amigos que siempre tienden a juntarse, aunque pasen algún
tiempo separados. Tenemos que ser conscientes de ello, pero ya estamos creciditos para berrinches y, sobre todo, no
es tiempo de pataletas.
Cuando
el desempleo crece y crece; 4 de cada 10 parados no cobra prestación y, en
general, se reduce la calidad de vida, hay ocupaciones más importantes que el
“tú me dijiste”, “este sitio es mío” o “si no me das chicle me enfado”. Se
impone la optimización del dinero público y un mejor reparto de los
presupuestos.
Que
el entendimiento no es fácil nadie lo duda. Y que la cosa está difícil lo
sabemos, pero precisamente por eso no se entiende que quienes gestionan lo
público sigan anteponiendo el interés particular o pensando en escoger amigos
como hacían en tiempos de felicidad y abundancia.
Más
que romper alianzas, hay que apostar por la unidad y empujar todos en la misma
dirección. Suena tópico y utópico, pero es la única fórmula para recuperar no sólo la economía, sino
también la confianza ciudadana.
Si
persisten los incumplimientos y los partidismos, la actual clase política y la
sociedad que conocemos están avocadas a ser sólo un recuerdo igual que aquella plaza,
a la que tuve que volver de mayor, después de haber visto otras muchas plazas, para
darme cuenta de lo chica que era.
“Anda,
dile a Eva que venga por su bocadillo”, me decía mi madre, Yo tardaba un rato,
pero finalmente la llamaba y juntas volvíamos a reír mientras comíamos pan con
mantequilla.
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