viernes, 11 de enero de 2013

El viaje de las nubes

Cuando era niña soñaba con poder viajar subida en las nubes. Los domingos después de comer me sentaba a ver los dibujos y me imaginaba sobre una esponjosa bruma que me llevaba a diferentes lugares del mundo, tal y como lo hacía Heidi, la pequeña de los Alpes, al comienzo de la serie.

Durante la semana trataba de reunir todas las pesetas que encontraba por casa para correr a la tienda de Cira y comprar cromos, que pegaba con mucha paciencia en el álbum que me había comprado mi madre, y de los que mis preferidos siempre eran aquellos en los que aparecían las nubes.

Pasó el tiempo y me olvidé de mis sueños, escondidos tras la realidad que cada día se me presentaba y me enseñaba que las nubes estaban demasiado lejos, demasiado inalcanzables y, por supuesto, imposibles de convertir en un vehículo de transporte. Pero, cuando ya ni pensaba en aquello, volvió a cobrar fuerza la idea infantil.

La Isla hizo el prodigio. Fue una tarde de invierno y, sin embargo, soleada. Un sol tímido que apenas calentaba, pero lo suficientemente fuerte como para dar brillo al cielo azul en el que se recortaban los verdes contornos de las montañas y sobre ellas, como si las acariciaran y deslizándose hacia el valle, las nubes.

Allí estaban y allí continúan ofreciendo un espectáculo maravilloso. En ningún otro lugar las he visto de forma tan clara y cercana. Incluso he llegado a tocarlas y sentir en mis manos la humedad que arrastran y de la que se alimenta los frondosos bosques de la Isla, un lugar ideal para descubrir los tesoros de la naturaleza, para recuperar ilusiones  y crear nuevas historias; un lugar de ensueño.

Es frecuente que las obligaciones cotidianas nos aíslen y enreden con batallas a veces justificadas y otras no tanto. Y es por eso que muchas veces no apreciamos la belleza de lo que nos rodea o tal vez lo hacemos de una forma rutinaria y sin pararnos a pensar de verdad en lo que tenemos, en lo que proyectamos e, incluso, en lo que nos estamos perdiendo.

Yo he recuperado mi sueño de niña y, aunque viaje en coche, en barco, en avión o en tren, no creo que nunca encuentre un medio más apropiado para transportarme a otros mundos y hacer crecer mi capacidad creativa que esas nubes que rodean el Garajonay y recorren los valles de Benchijigua o Imada, entre otros muchos enclaves singulares y bellísimos que guarda la Isla.

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